Me resulta difícil responder a esta pregunta. No me lo había preguntado hasta que me sugirió reflexionar sobre ello Rafael de la Puente (Secretariado de Asuntos Sociales de la UVa), quien me invitó a participar en el taller «Experiencias de docencia inclusiva» del Campus Inclusivo de la UVa celebrado el pasado julio. No me lo había preguntado porque las emociones no necesitan preguntas ni respuestas, no admiten bien pasarse por el tamiz de la razón. Es como si me preguntara para qué sirve un abrazo.
Y es que en el taller en el que tuve la fortuna de participar exponiendo mi modesta experiencia de docencia inclusiva pude percibir muchas emociones entre los/las chicos/as participantes en el campus, los/las compañeros/as profesores/as, los/las voluntarios/as,… Fue muy fácil dejarse impregnar por la emoción de compartir nuestras visiones y percepciones sobre la diversidad, de reconocer las muchas capacidades que encontramos entre nuestros/as alumnos/as, de aprender lo que nos enseñan las limitaciones en las capacidades propias y ajenas.
Fue fantástico conocer qué esperan los/las alumnos/as de nosotros/as, sus futuros/as docentes, escuchar sus inquietudes, sus demandas y tantas cosas que han aprendido en los muchos años que han formado parte de aulas muchas veces poco inclusivas. Y fue increíblemente revelador entender que lo que querían los/las chicos/as participantes en el campus no difiere mucho de lo que quiere cualquier/a alumno/a universitario/a: ser escuchado y atendido; ser reconocido como algo más que un número de lista, con suerte, algo más que dos apellidos y un nombre de pila; percibir que alguien se ocupa y se preocupa de su aprendizaje; sentir que el centro del aula es él, no el profesor/a; entrar al aula con ganas y salir de ella siendo mejor persona porque allí encontró un espacio para el conocimiento pero, también, un entorno para la inclusión, la convivencia y el crecimiento personal.
Y llegado a este punto, me pregunto lo que antes no me había preguntado… ¿para qué sirve el campus inclusivo de la UVa? Y, ya puestos, ¿para qué sirve un abrazo?
Hace unos días leí un relato precioso de David Grossman, bellamente ilustrado por Michal Rovner (Ed. SextoPiso), titulado «El abrazo«. Ben pasea con su madre por el campo al atardecer. Ella, en un momento del paseo, le susurra que es un cielo y que no hay nadie como él en el mundo entero. Ben se sorprende ante esta afirmación y se asusta porque no puede aceptar que sólo haya uno como él en el mundo, porque no quiere aceptar ni reconocer que está solo. Su madre, cariñosa, le explica que somos seres únicos y especiales, que todos, él, ella, su perra Maravilla,… “todos estamos un poco solos, pero también juntos; estamos solos y juntos a la vez”. Ben, desconcertado, no puede dejar de preguntar cómo es posible lo uno y lo otro. Y cuando lo hace, cuando se lo pregunta a su madre, ella le abraza con todas sus fuerzas para que Ben sienta su corazón latiendo y piense: “ahora no estoy solo, no estoy solo”. “¿Lo ves?”, le susurra la madre, “para esto exactamente se inventó el abrazo”.
Si ya sé para qué sirve un abrazo, ahora me resulta muy fácil explicar para qué sirve el campus inclusivo de la UVa: para hacer que cada una de las personas que en él participaron se sintiera única y especial, para que todos/as sintiéramos el abrazo de la diversidad.
¡Enhorabuena a los/las organizadores/as por el acierto en la programación de esta estupenda iniciativa y, en especial, a Rafael de la Puente por el éxito en su realización!